sábado, octubre 02, 2004

capa y gambeta


Una tardecita de media luna me puse mi capa roja, ya desgastada por el pasar de los milenios, y me dieron ganas de visitar ese pequeño planeta al que llaman tierra. Llegue a un país al cual no recuerdo siquiera como pronunciar su nombre y vi dos muchachos practicando un deporte. Me acerque soberbiamente y desafié a esos dos ambiciosos:
-jueguen un partido por la vida.
-que?!!!-respondieron a coro los muchachos.
-eso, el que logre hacer un solo gol tendrá la vida eterna, como yo.
-bueno, será simplísimo-dijo pedro Suárez contestando por los 2.
-las condiciones son estas: yo le otorgare a uno de ustedes precisión absoluta al pegarle al balón, precisión tal que hasta con los ojos cerrados podrían elegir donde ubicar la pelota. Al otro le daré la velocidad de la luz, podrá correr tan rápido como quiera sin sentir cansancio alguno. Solo ganara el primero q convierta un gol. Decídanse.
-yo quiero la precisión absoluta-respondió rápidamente Luis Neto.
-entonces yo tomare la implacable velocidad-dijo Pedro.
-concedido, comiencen a jugar-ordene sin titubear.
Los muchachos hicieron caso y la pelota callo sobre los pies de Luis el cual desde 50 metros se perfilo y le pego tan perfectamente que no cabria duda de que ese esférico daría contra la red, sin embargo cuando el tiro de Luis se estaba por convertir en gol, de la nada, Pedro, realizo una corrida fugaz y se ubico en el lugar adonde se dirigía el balón.
Lo tomo y corrió nuevamente. Luis intento alcanzarlo pero noto que no podía siquiera correr, sus piernas solo le respondían a un trote suave.
Pedro llego al arco en menos de un segundo y le pego fuerte a la pelota, la cual se dirigió sin dirección alguna o mejor dicho a una tribuna aledaña.
Esta imagen se repetirá a lo largo de sus vidas, ninguno podría convertir un gol jamás, ninguno podría dejar de jugar y ninguno podría obtener la vida eterna.
Una noche con mucho frió Luis se preparaba para dar un zurdazo perfecto como todos los que realizaba, pero antes de patear su cerebro dio un vuelco abrupto y lo dejo tendido en el medio del campo.
Pedro siguió jugando el partido de manera solitaria unos años más, con entusiasmo renovado y tratando de perfeccionar su pegada, la cual nunca era certera.
Un día, el último día, Pedro le pego a la pelota como nunca y esta reboto justo en el travesaño derecho. La emoción fue tal que sus ochenta años y su corazón le jugaron una mala pasada, al igual que yo.